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A mediados del siglo XIX, Occidente desarrolló una pasión por el té. Pero China fue el único productor y vendedor de té. Durante cinco mil años, guardó celosamente los secretos de fabricación y se negó a compartirlos. El Imperio Británico, entonces en su apogeo, lanzó una extraordinaria misión de espionaje: robar los secretos del té a la China Imperial. Esta misión le fue encomendada a un joven y brillante botánico escocés: Robert Fortune.