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En 1999, el rey Jigme Wangchuck aprobó el uso de la televisión e Internet en Bután, una nación en gran parte subdesarrollada, asegurando a las masas que el rápido desarrollo era sinónimo de la "felicidad nacional bruta" de su país, un término que él mismo acuñó. La película del director Thomas Balmès, Felicidad, comienza al final de este proceso cuando Laya, el último pueblo que queda escondido dentro del reino del Himalaya, se ve envuelto en carreteras, electricidad y televisión por cable. A través de los ojos de un monje de ocho años impaciente con la oración y ansioso por adquirir un televisor, somos testigos de cómo brotan las semillas de este cambio sísmico durante un viaje de tres días desde las afueras de Laya hasta la próspera capital de Thimphu. Es aquí donde el niño descubre por primera vez automóviles, inodoros, luces coloridas de discotecas e innumerables otros elementos de la vida moderna.